Rocío Jurado: «No quiero abrirme de piernas».

El matrimonio Carrasco, una pareja demasiado formal.

por Luis Cantero

Rocío Jurado.
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Rocío Jurado.

Lejos del mundanal ruido, en un confortable chalet situado a las afueras de Madrid, vive esta pareja de famosos, Rocío Jurado y Pedro Carrasco, acompañados de su hijita, que acaba de cumplir los ocho meses y empieza a dar sus primeros pasos, tres personas de servicio, un perro lobo y un afgano. Hasta ese paraíso parcelado se ha desplazado INTERVIÚ.

—Pasad, hijos míos. Los chicos de la prensa sois mis niños...

La señora Carrasco, que hace unos años se asomó a la ventana televisiva para enseñar —o insinuar, como dice ella— una peca indiscreta del seno izquierdo —o a lo mejor era el derecho, que uno no tiene tan buena memoria— y se convirtió en la abanderada del destape dentro de un orden, es ahora una eficiente ama de casa.

—Supongo que no vendréis dispuestos a desnudarme, ¿eh?

—No, mujer; en Interviú sale mucha más gente vestida que desnuda.

—Es que a mí no me gusta ese desnudo de piernas abiertas en el que las señoras enseñan hasta los «volantes». Yo creo que esas cosas hay que mostrarlas a media luz, y sin cámaras delante, para que no pierdan su miaja de misterio.

—Bueno, mujer, no te pongas así; ya sabes lo que pasa en este país, que de la sequía pasamos a las inundaciones.

—¿Por qué dices «en este país» en vez de «en España»? Parece como si ahora todos tuvierais miedo de pronunciar esa hermosa palabra.

—Te aseguro que no es mi caso, paisana, pero siempre he creído que los buenos sustantivos hay que dosificarlos.

Carrasco lleva las relaciones públicas en España de la casa Marlboro, «y además está metido en algunos negocios».

En el salón donde estamos comiendo hay un tresillo floreado donde los esposos «se dan los primeros achuchones», según me confiesa Roció, para pasar posteriormente a la moqueta o al dormitorio, donde hay un lecho enorme de medidas especiales y un tocador de película americana. Muebles lacados, vidrio, plata, cuadros de firmas cotizadas, estatuillas, objetos... todo muy bien puesto, muy limpio, muy bien cuidado.

—Yo nací en un pueblecito de la provincia de Huelva que es la cuna del fandango —comienza diciendo Pedro—. Alosno se llama. Mi padre tenía una finca trabajada por algunos braceros y se dedicaba a la cría del cerdo. Soy el mayor de tres hermanos varones y voy a cumplir treinta y cuatro años. Parece que a mi padre no le fueron las cosas demasiado bien y tuvo que vender el cortijo para comprarse en Sevilla una tienda de comestibles, pero tampoco allí pudimos asentarnos y acabamos emigrando al Brasil. Yo tenía entonces doce años y al día siguiente de llegar a Sao Paulo ya estaba trabajando en una carpintería. Como me fui de España con el cuarto de Bachillerato y me encontré con otra lengua y otro plan de estudios, tuve que empezar de nuevo simultaneando aprendiz el trabajo. Los primeros años fueron difíciles y además de ocuparse de la casa mi madre tenía que coser y hacer camisas y pantalones para la colonia de españoles. Luego, arrimando todos el hombro, reunimos algún dinero y pusimos un bar-restaurante. Yo tenía que ir por las noches a la escuela, pero como un amigo practicaba la lucha libre en un gimnasio situado frente a la sede del Juventus, F. C, y el deporte me tiraba mucho, como a la mayoría de los brasileños, acabé calzándome unos guantes y ya no hubo quien me los quitara, a pesar de que mi padre se enteró y me quería matar, pero, finalmente, entró en razón y dejó incluso que me viniera a Italia con Arnaldo Togliati para hacerme profesional. El día del combate entre Benvenutti y Folledo conocí al presidente de la Federación Española de Boxeo, Vicente Gil, y me prometió que me arreglaría lo de la mili para poder venir a España, donde cogí como entrenador a Renzo Casadei. Mi ilusión era traerme a mi familia y en cuanto pude alquilé una casa en Hospitalet, muy cerca de Barcelona y les mandé los billetes. Por aquel entonces boxeaba muy asiduamente en el Price y en el Palacio de los Deportes y siempre iba a porcentaje porque me salía más a cuenta. Hice la mili en la Marina y estoy muy agradecido porque me dieron toda clase de facilidades para seguir boxeando, e incluso para rodar una película. Lo demás es harto sabido: gané el Campeonato de Europa dos veces y en distintos pesos y perdí el del Mundo en los despachos, aunque hace muy poco el Consejo Mundial lo ha reconocido y me ha entregado, aunque con retraso, el entorchado. Lástima que no lo hicieran entonces, que era cuando lo necesitaba, pero al menos he recibido una última satisfacción.

—¿Dónde conociste a Rocío?

—En un festival taurino que se celebró en la plaza de las Ventas para beneficencia, aunque antes había coincidido con ella en varios sitios. Le brindé el novillo a esta «fiera» y le grité desde la arena: «¡Si te llegan a hacer más guapa te estropean!».

—Y yo le dije: «Gracias, guapísimo, qué bonito y qué arte tienes» —recuerda Rocío, entrando en el relato.

—¿Fue aquel el flechazo?

—Sí, a partir de aquel día empezamos a salir juntos con cierta asiduidad y nos hicimos novios. Procurábamos llevar la cosa en secreto, pero en seguida nos descubrieron vuestros compañeros y salimos en los papeles —me contesta Pedro.

—¿Dónde pelabais la pava? Os lo pregunto porque siendo dos personajes tan populares me imagino que la intimidad se haría difícil.

—Solíamos ir a un bar hawaiano o a las afueras, en coche, como la mayoría de las parejas.

—Y supongo que, como todos, os consagraríais ardientemente al magreo.

—Claro, so tío, que no éramos de piedra —responde Rocío hecha un flan.

—¿Cuándo perdisteis aquello?

—Yo, el día de mi boda, como Dios manda —se apresura a contestar la señora de la casa.

—No me digas que no hubo relaciones prematrimoniales, hermosa.

—Pues aunque no te lo creas, no las tuvimos.

—¿Y qué hacíais cuando os entraba la calentura?

—Aguantarnos.

—Ya...

—La verdad es que no disponíamos de demasiado tiempo —aclara Pedro—, y el noviazgo fue muy corto.

—¿Y en los viajes? Porque yo sé que viajabais juntos a todas partes.

—En los viajes siempre íbamos acompañados por la madre y el hermano de Rocío, y ellas dormían en una habitación y nosotros en otra.

—Bien, en ese caso dime dónde te estrenaste tú, Pedro.

—Fue en el Brasil, y con una mujer mucho mayor que yo, que me llevó al huerto. Creo que yo tenía dieciséis o diecisiete años.

—¿Y volviste a plantar después muchas zanahorias en el huerto en cuestión?

—No, porque cuando haces el amor y después tienes que subir al «ring» para darte tortazos con otro tío la cosa se acusa. Por eso el entrenador me espantaba las tías.

—Pero al menos te la pelarías, como todo quisque.

—En la adolescencia, sí; después recurría a las duchas frías y al «footing».

—¿Tuviste alguna novia en aquel tiempo?

—No; mi primera novia me la eché en Madrid. Novia formal, se entiende, porque naturalmente salía con algunas chicas. Estuvimos dos años de relaciones y después rompimos por incompatibilidad de caracteres.

—Antes de atacarle a Rocío quiero que te definas políticamente.

—La verdad, es que soy bastante apolítico y en esta casa se habla muy poco de política. Mi política ha sido siempre buscarme los garbanzos, mandara quien mandara. Yo soy siempre del que está en el poder, porque presumo que es el más listo. La política prefiero que la hagan los políticos.

—Tú eres joven, apuesto, rico y las mujeres se te deben de dar bien.¿Qué opinas del adulterio?

—Creo que no está bien ni en uno ni en otro cónyuge, pero en la mujer me parece más grave, porque el hombre tiene instinto cazador.

—En ese punto ya sabes que discrepo, cariño —le dice su mujer.

—¿Eres muy celosa?

—Soy muy apasionada en todo, y me pongo celosa cuando Pedro me da motivos, porque lo quiero. Lo que no soy es una enferma de los celos.

—¿Y Pedro?

—Pedro es más celoso que yo, aunque diga lo contrario, y en cuanto surge una conversación de algo que haya podido pasar se pone blanco.

—¿Sois creyentes?

—Sí, claro.

—¿Vais a Misa?

—Siempre que podemos.

—¿Pedro va por convicción o simplemente por complacerte a ti?

—Yo soy católico, pero no beato —dice Pedro saliendo al paso de mi pregunta—, y siempre que he podido he ido a Misa. Antes y después de conocer a Rocío.

—Ahora parece como si los que trabajamos y creemos en Dios fuéramos delincuentes y los buenos fueran los chorizos.

—La gente está muy confundida —agrega Pedro—; el otro día, al verme pasar en el Mercedes, me dijo un tío: «Ya verás cuando vengan los míos», y yo le repliqué que cuando vinieran los suyos también viviría mejor que él, porque seguiría trabajando a tope. Tenemos el Mercedes y un Dogde para hacer rutas en verano y poder llegar a tiempo a las galas y nos toman por multimillonarios, cuando la verdad es que estos autos son dos instrumentos de trabajo.

HUELLA DE HAMBRE FOLKLÓRICA

—Pedro ya nos contó sus comienzos. Roció. Ahora te toca a ti.

—Nací en Chipiona, como todo el mundo sabe, y cuando todavía no levantaba dos palmos del suelo ya decía con mi media lengua que quería ser artista. Mi padre era zapatero artesano y ganaba poco dinero. A los ocho años participé por primera vez en un festival de cante. Un año después fui a Sevilla y gané un concurso de cante. Como premio me dieron doscientas pesetas y una caja de gaseosas. Por allí me entró el venenillo del arte y me empeñé en venir a Madrid. Al principio las cosas se pusieron muy difíciles. Llegamos mi madre y yo como dos cateticas, todavía vestidas de negro y cargadas de bultos. Nuestro capital eran ocho mil pesetas. Por fin, «Manolo el de la Huerta», un amigo del pueblo, nos mandó una recomendación para «Concha la del Johnny», esposa de un famoso banderillero, que conocía a todos los artistas. Ella me presentó a Gitanillo de Triana y a Pastora Imperio, que me metieron en el grupo flamenco El Duende. Ganaba cien pesetas por actuación y salía tres veces al escenario. El primer vestido de artista me lo mandó mi abuelo. También tuve la suerte de que Juan Solano escribiera las primeras canciones para mí, a pesar de que estaba cansado de niñas prodigio. Después ingresé en Los Canasteros y aprendí mucho de Manolo Caracol, porque por aquel entonces yo no sabía los palos de los cantes y sólo podía apuntarlos.

—¿Conociste entonces a Concha Piquer?

—De esa señora no quiero hablar.

—¿Por qué?

—Tengo mis motivos, pero me los callo, a pesar de que ella ha declarado que su vaca «Ruperta» tiene las tetas más gordas y le da más leche. Podría buscar un insulto parecido, pero me parece más elegante no decir nada. Para hablar mal de la gente tengo que estar muy quemada.

—¿Y de la Marifé de Triana, qué me dices?

—Esa es otra historia y mucho más reciente. Por lo visto anda largando por ahí que yo aflojé la gaita en televisión para que pasaran primero mi programa que el suyo, pero te aseguro que no es cierto.

CIEN MILLONES

—Ahora que tan de moda está el destape, ¿no te han hecho ninguna oferta para enseñar «los volantes» de la entre pierna?

—Sí, claro, pero no he aceptado, y eso que me ofrecían cien millones por cuatro películas.

—¿Cuántas has filmado hasta ahora?

—Doce o catorce, pero en ninguna he mostrado la parte contratante.

—¿Sabes que tienes fama de carca?

—Sí, ya sé que algunas colegas me tildan de antigua y estrecha porque llegué intacta al matrimonio y he conseguido formar una familia en vez de liarme con cualquiera, pero te aseguro que soy muy comprensiva con las flaquezas o grandezas ajenas. También hay quien me considera demasiado «echa palante».

—A ver si me vas a hacer creer que has sido una Maria Goretti.

—Una Maria Goretti no, pero he rechazado muchos talones con ceros y muchos regalos caros, como esmeraldas o brillantes, para no tener que pagar en especie, y eso es muy difícil para una mujer que está metida en el espectáculo.

—¿Te masturbaste alguna vez en tus momentos calientes?

—Ay, chico, qué cosas preguntas. Yo siempre he creído que el amor es cosa de dos.

—¿Y con señoras, no has tenido escarceos amorosos?

—Mucho menos; la homosexualidad femenina la entiendo menos que la masculina, quizá porque estábamos más habituados a verla.

—Tuviste otro novio antes que Pedro, ¿no?

—Sí, un hombre de negocios valenciano, pero la cosa no cuajó.

—¿Y antes nada?

—A los once, en Chipiona había un chico que me traía rosas de pitiminí y decía que era mi novio, pero todo resultaba un juego. Luego, naturalmente, he tenido muchos pretendientes.

—Antes discrepabas con Pedro sobre el adulterio. ¿Qué piensas de eso?

—Yo, para el engaño, no encuentro ninguna justificación.

—¿Quién suele iniciar los juegos amorosos, él o tú?

—Pedro es «demasié» y casi siempre empieza él, pero estamos muy compenetrados.

—¿Irás al cielo, Rocío?

—Pienso que sí.

—¿Rezas?

—Sí, mentalmente, espiritualmente y casi nunca con oraciones convencionales.

—¿Cómo te caen los curas comunistas?

—Son y existen y yo no soy quién para juzgar a nadie.

—¿Te gustaría tener a Tierno como alcalde?

—Parece un hombre muy sensato, aunque no sé si tiene la misma capacidad ejecutiva que intelectual.

—¿Qué es lo que más miedo te da?

—La muerte.

—¿Y lo que más te emociona?

—Una señora embarazada, porque amo la vida...

La furgoneta de los instrumentos espera fuera y los motores de los coches rugen en el garaje. Rocío abraza a su hija, da algunas instrucciones y se pone en marcha. La están esperando en otro rincón de España. Pedro, una vez más, se va a pasar la noche en vela, al volante de su automóvil...

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